Al leer la historia de Butades y el
origen de la pintura, en el que su hija traza sobre una pared la silueta de la
cabeza de su amante para así conservar su imagen y su alma, se me plantea la
cuestión de la necesidad, o mejor, el impedimento que existía en el mundo
clásico de ocupar todo con la existencia de algo. La pintura es la consciencia
de la realidad en cuanto la representa y todo aquello que es representado
existe; pero ¿qué ocurre cuando no existe la realidad? ¿Qué ocurre cuando el
lienzo se llena de vacío?
Ahora recuerdo una obra de Lucio Fontana, Concepto
espacial. Espera
(1960), en la que la representación se rompe intencionadamente para generar la
ausencia de la propia representación.
Cuando el mundo clásico ha tenido un “horror
vacui” en la representación del mundo, también lo ha tenido en su concepción. Por un lado, volvemos a la necesidad de utilizar
las primeras sustancias para explicar el mundo y es, en este caso, el cuchillo el
que rompe esa presencia, entendido como el caos frente al orden. Pero hay algo
más que se manifiesta no como presencia sino como ausencia.
Las ideas aristotélicas, que desarrollaría la iglesia, plantean una naturaleza divina que ordena el
caos; pero será a partir de 1644 cuando un discípulo de Galileo explica el
vacío como realidad con el siguiente experimento:
“Un tubo de vidrio de un
metro de longitud, abierto en un extremo, se llena con mercurio y se tapa con
el dedo, se le da vuelta y se coloca en un recipiente que también contiene
mercurio. Se observa que la columna de mercurio desciende pero se detiene”.
El espacio que se ha creado por encima del mercurio prueba dos conceptos:
uno que la naturaleza no aborrece el vacío y, otro, que el aire pesa. Este experimento
pone fin a ideas defendidas por siglos y nos permite plantearnos nuevos avances
científicos.
Así no es importante la luz o la sombra, sino la necesidad de una
nueva realidad, el vacío.
Víctor Esquinas, BCT22
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